UN OLORCILLO DULZÓN A TABACO
AROMÁTICO
Relato finalista en el concurso de
Relatos de Agosto del diario IDEAL ,
publicado el 15 de Agosto de 2005.
Su
abuelo había sido un personaje clave en su vida. Ya desde niña había pasado las
tardes de invierno sentada en la alfombra de la sala, absorta, escuchándole
contar esas historias tan maravillosas de las que él había sido protagonista en
su juventud pero no eran batalliras de abuelo, eran las historias de una vida
dedicada al estudio y a ayudar a los demás, sólo que en tierras inhóspitas y
salvajes. Clara asistía a ellas sin perder puntada y recreaba en su mente esos
paisajes que con tanto detalle describía Don Fausto.
El
abuelo le hablaba de safaris, de la sabana, de la temporada de las lluvias
cortas y las lluvias largas, de majestuosos animales, de sus viajes por
Etiopía, Kenia y Tanzania. Le explicaba con todo detalle los paisajes
paradisíacos que tan bien guardaba en su memoria. Cuando le explicaba de qué
manera las jirafas alcanzan las ramas más altas de los árboles para comer,
Clara podía verlas con total precisión a través de sus palabras.
Cada
tarde, en invierno o en verano, Clara y su abuelo se reunían en la sala o en el
porche de la casa, según el tiempo que hiciera, y de nuevo la conversación
volvía a tierras africanas.
Don
Fausto había sido, en su juventud, un gran antropólogo, conocedor de los
orígenes del hombre en toda su esencia, y siempre estuvo convencido de que
nuestros antepasados habían partido de África. Estas investigaciones le habían
llevado a pasar la mayor parte de su vida en aquellos parajes a los que había
aprendido a amar. Sólo al cumplir ochenta años y tras contagiarse de unas
fiebres tifoideas, que casi acaban con su vida, se decidió a volver a la casa
familiar, no sin cierta nostalgia, porque atrás dejaba lo que mas amaba, África
y a su querida esposa que siempre le había acompañado y que había muerto
algunos años antes, y que por decisión propia descansaba en aquellas tierras.
Pero encontró en Clara la oyente mas atenta que cabía imaginar para sus
historias, porque la chiquilla, aunque solo tenía nueve años, se interesaba
sobremanera por todo lo relacionado con lo que era la pasión de su abuelo.
El
le transmitió muchos conocimientos, el amor que sentía por todos aquellos
animales salvajes de imponente belleza, pero sobre todo le inculcó el interés
por las personas que allí vivían , le habló de las antiguas ciudades suahili, le
contó sobre la orgullosa tribu guerrera de los masai y todo lo que él había
vivido en tiempo en que allí residió, las inundaciones, las sequías que
asolaban los diferentes países, las epidemias de cólera y malaria, la hambruna,
la falta de medios de las tribus que allí viven, y cómo cada día morían
personas por la falta de medicinas y de atención sanitaria.
Clara
escuchaba esto último con las lágrimas deslizándose lentamente por su rostro,
porque su abuelo realmente sufría al recordarlo, y ella lo vivía de igual modo.
_Es
importante que lo sepas_ le había dicho, y no solo tú, todo el mundo debería
ayudar aunque fuera sólo un poquito.
Y
todas estas cosas las contaba el abuelo con voz grave, que a veces interrumpía
para dar una chupada a su vieja cachimba, de la que emanaba un olorcillo dulzón
a tabaco aromático, que Clara había asociado siempre con su abuelo, y que para
nada le resultaba molesto, mas bien, todo lo contrario, el olor de la pipa de
Don Fausto le resultaba tan querido, que cuando se sentía sola o tenía miedo,
la simple evocación del mismo le devolvía la tranquilidad.
Quince
años más tarde, Clara, convertida en una bellísima joven, venía andando con su
camisa blanca de algodón, pegada al cuerpo por el sudor y la humedad. Traía en
la mano un maletín blanco. Acababa de aparcar su desvencijado todoterreno al
final del camino y se disponía a pasar consulta en el hospital de campaña,
improvisado por la ONG de la que formaba parte como médica voluntaria. Cuando
penetró en el interior de la carpa, el calor era aún más intenso, aunque al
menos, el sol y los mosquitos no picaban. Saludó uno por uno a los nativos allí
reunidos. Algunos no tenían ganas de hablar, pero ella siempre conseguía
arrancarles una sonrisa.
Miró
al fondo, y allí, en un rincón, tumbada sobre una herrumbrosa camilla, se
encontraba una mujer embarazada, y por el volumen de su tripa, juraría que a
punto de dar a luz. Al acercarse vio que era casi una niña, y no presentaba
buen aspecto, tenía los ojos un poco vidriosos y la mirada ligeramente perdida.
El otro médico se le acercó y le hizo un gesto negativo con la cabeza, y le
susurró al oído que aquella chica tenía el bebé de nalgas y ninguno
sobreviviría sin una cesárea, cosa que era totalmente imposible hacer allí, con
los pocos medios de los que disponían. Clara se acercó a ella y refrescó su
frente y sus labios con un paño mojado. Las contracciones eran ya muy seguidas
y la chica no paraba de gritar, el parto había comenzado. Clara se enfundó unos
guantes y se dispuso a intentar dar la vuelta al bebé que tan mala posición
presentaba, pero era prácticamente imposible. La madre gemía y se retorcía,
Clara intentaba tranquilizarla, pero ella misma no estaba tranquila, y sentía
mucho miedo por la vida de aquella jovencita, le gritaba que su hijo nacería
sano, tal vez para autoconvencerse ella misma, y mientras, no paraba de
realizar maniobras para recolocarlo, la joven madre perdió el conocimiento. De
pronto u olor dulzón a tabaco inundó la estancia, no había humo, solo el olor
tan característico y tan amado, le hacía sentir la presencia de Don Fausto
junto a ella, y Clara no lo pensó dos
veces, ante la atónita mirada de su compañero, abrió el maletín, sacó su
instrumental e hizo una incisión en el
vientre de la muchacha y en pocos segundos se oyó un llanto débil, como el
maullido de un gatito. El bebé había sobrevivido, ahora sólo quedaba
estabilizar a la madre y si no había complicaciones, los dos se habrían
salvado.
En
la tranquilidad de las horas que siguieron, Clara preguntó a su compañero , a
qué se debió el olor a tabaco de pipa que había invadido la sala durante el
parto, y el compañero se encogió de hombros, él no había olido nada.
Unos
días más tarde, la joven madre, bastante recuperada y con el bebé en sus
brazos, le dijo que eligiera un nombre para su hijo, ya que le había salvado la
vida. Entonces Clara, mirando hacia el horizonte, dijo con firmeza: _Se llamará
Fausto_.
Mª José Ruiz de Almirón Sáez
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