viernes, 21 de junio de 2013

UN OLORCILLO DULZÓN A TABACO AROMÁTICO

UN OLORCILLO DULZÓN A TABACO AROMÁTICO
Relato finalista en el concurso de Relatos de Agosto del diario IDEAL  , publicado el 15 de Agosto de 2005.

            Su abuelo había sido un personaje clave en su vida. Ya desde niña había pasado las tardes de invierno sentada en la alfombra de la sala, absorta, escuchándole contar esas historias tan maravillosas de las que él había sido protagonista en su juventud pero no eran batalliras de abuelo, eran las historias de una vida dedicada al estudio y a ayudar a los demás, sólo que en tierras inhóspitas y salvajes. Clara asistía a ellas sin perder puntada y recreaba en su mente esos paisajes que con tanto detalle describía Don Fausto.
            El abuelo le hablaba de safaris, de la sabana, de la temporada de las lluvias cortas y las lluvias largas, de majestuosos animales, de sus viajes por Etiopía, Kenia y Tanzania. Le explicaba con todo detalle los paisajes paradisíacos que tan bien guardaba en su memoria. Cuando le explicaba de qué manera las jirafas alcanzan las ramas más altas de los árboles para comer, Clara podía verlas con total precisión a través de sus palabras.
            Cada tarde, en invierno o en verano, Clara y su abuelo se reunían en la sala o en el porche de la casa, según el tiempo que hiciera, y de nuevo la conversación volvía a tierras africanas.
            Don Fausto había sido, en su juventud, un gran antropólogo, conocedor de los orígenes del hombre en toda su esencia, y siempre estuvo convencido de que nuestros antepasados habían partido de África. Estas investigaciones le habían llevado a pasar la mayor parte de su vida en aquellos parajes a los que había aprendido a amar. Sólo al cumplir ochenta años y tras contagiarse de unas fiebres tifoideas, que casi acaban con su vida, se decidió a volver a la casa familiar, no sin cierta nostalgia, porque atrás dejaba lo que mas amaba, África y a su querida esposa que siempre le había acompañado y que había muerto algunos años antes, y que por decisión propia descansaba en aquellas tierras. Pero encontró en Clara la oyente mas atenta que cabía imaginar para sus historias, porque la chiquilla, aunque solo tenía nueve años, se interesaba sobremanera por todo lo relacionado con lo que era la pasión de su abuelo.
            El le transmitió muchos conocimientos, el amor que sentía por todos aquellos animales salvajes de imponente belleza, pero sobre todo le inculcó el interés por las personas que allí vivían , le habló de las antiguas ciudades suahili, le contó sobre la orgullosa tribu guerrera de los masai y todo lo que él había vivido en tiempo en que allí residió, las inundaciones, las sequías que asolaban los diferentes países, las epidemias de cólera y malaria, la hambruna, la falta de medios de las tribus que allí viven, y cómo cada día morían personas por la falta de medicinas y de atención sanitaria.
            Clara escuchaba esto último con las lágrimas deslizándose lentamente por su rostro, porque su abuelo realmente sufría al recordarlo, y ella lo vivía de igual modo.
            _Es importante que lo sepas_ le había dicho, y no solo tú, todo el mundo debería ayudar aunque fuera sólo un poquito.
            Y todas estas cosas las contaba el abuelo con voz grave, que a veces interrumpía para dar una chupada a su vieja cachimba, de la que emanaba un olorcillo dulzón a tabaco aromático, que Clara había asociado siempre con su abuelo, y que para nada le resultaba molesto, mas bien, todo lo contrario, el olor de la pipa de Don Fausto le resultaba tan querido, que cuando se sentía sola o tenía miedo, la simple evocación del mismo le devolvía la tranquilidad.
            Quince años más tarde, Clara, convertida en una bellísima joven, venía andando con su camisa blanca de algodón, pegada al cuerpo por el sudor y la humedad. Traía en la mano un maletín blanco. Acababa de aparcar su desvencijado todoterreno al final del camino y se disponía a pasar consulta en el hospital de campaña, improvisado por la ONG de la que formaba parte como médica voluntaria. Cuando penetró en el interior de la carpa, el calor era aún más intenso, aunque al menos, el sol y los mosquitos no picaban. Saludó uno por uno a los nativos allí reunidos. Algunos no tenían ganas de hablar, pero ella siempre conseguía arrancarles una sonrisa.
            Miró al fondo, y allí, en un rincón, tumbada sobre una herrumbrosa camilla, se encontraba una mujer embarazada, y por el volumen de su tripa, juraría que a punto de dar a luz. Al acercarse vio que era casi una niña, y no presentaba buen aspecto, tenía los ojos un poco vidriosos y la mirada ligeramente perdida. El otro médico se le acercó y le hizo un gesto negativo con la cabeza, y le susurró al oído que aquella chica tenía el bebé de nalgas y ninguno sobreviviría sin una cesárea, cosa que era totalmente imposible hacer allí, con los pocos medios de los que disponían. Clara se acercó a ella y refrescó su frente y sus labios con un paño mojado. Las contracciones eran ya muy seguidas y la chica no paraba de gritar, el parto había comenzado. Clara se enfundó unos guantes y se dispuso a intentar dar la vuelta al bebé que tan mala posición presentaba, pero era prácticamente imposible. La madre gemía y se retorcía, Clara intentaba tranquilizarla, pero ella misma no estaba tranquila, y sentía mucho miedo por la vida de aquella jovencita, le gritaba que su hijo nacería sano, tal vez para autoconvencerse ella misma, y mientras, no paraba de realizar maniobras para recolocarlo, la joven madre perdió el conocimiento. De pronto u olor dulzón a tabaco inundó la estancia, no había humo, solo el olor tan característico y tan amado, le hacía sentir la presencia de Don Fausto junto a ella, y  Clara no lo pensó dos veces, ante la atónita mirada de su compañero, abrió el maletín, sacó su instrumental e  hizo una incisión en el vientre de la muchacha y en pocos segundos se oyó un llanto débil, como el maullido de un gatito. El bebé había sobrevivido, ahora sólo quedaba estabilizar a la madre y si no había complicaciones, los dos se habrían salvado.
            En la tranquilidad de las horas que siguieron, Clara preguntó a su compañero , a qué se debió el olor a tabaco de pipa que había invadido la sala durante el parto, y el compañero se encogió de hombros, él no había olido nada.
            Unos días más tarde, la joven madre, bastante recuperada y con el bebé en sus brazos, le dijo que eligiera un nombre para su hijo, ya que le había salvado la vida. Entonces Clara, mirando hacia el horizonte, dijo con firmeza: _Se llamará Fausto_.
Mª José Ruiz de Almirón Sáez

No hay comentarios:

Publicar un comentario