RELATO FINALISTA EN EL II CONCURSO DE RELATOS CORTOS “8 DE MARZO” DEL
ILUSTRE AYUNTAMIENTO DE OSUNA (SEVILLA) Y QUE FORMA PARTE DEL LIBRO “EL TREN
DEL ATARDECER Y OTROS CUENTOS” DE LA EDITORIAL
HIPÁLAGE.
“A todas las mujeres que conocí
en Africa y que aún no saben que son importantes”
UNA
MIRADA DE IGUAL A IGUAL
Resguardados entre la
espesura, como cada tarde, unos ojos oscuros observaban la inmensidad que se
extendía ante ellos. Aquella enorme llanura, de color verde, que avanzaba hasta
el infinito, salpicada espontáneamente
por la figura de una acacia, con
su copa plana y ese extraño crecimiento horizontal de sus ramas, aparecía como
dormida, incluso los cientos de gacelas que pacían sobre la sabana, con sus
rabitos en continuo movimiento pendular, no alteraba un ápice la paz que se
dejaba sentir en el entorno, en esa hora cálida de la tarde en la que la luz se
torna blanda. Algunos ñus, que habían perdido la manada en su migración hacia
Serengeti, permanecían junto a varias cebras, formando parte de esa visión de ensueño, tan familiar
para Waniru. Ella era una niña de, tan solo, nueve años, bastante alta y
delgada, de facciones angulosas y casi perfectas, debido a su ascendencia
masai, pero que, a su temprana edad, ya estaba fascinada por el paisaje que la
rodeaba. No tenía miedo a las fieras, había aprendido a conocer sus costumbres
y sus lugares preferidos para dormitar a esta hora calurosa del día, pero eso
no impedía que sintiera un profundo respeto por ellos y se mantuviese permanentemente
alerta.
Waniru era hija de la segunda esposa del jefe Kilimcu, una
joven masai de unos veinticinco años, que ya era madre de cuatro hijos, tres
chicos y una chica que era Waniru, y actualmente esperaba su quinto hijo, hacia
el fin de la próxima cosecha.
El jefe Kilimcu era un altivo guerrero masai, que guiaba a
su pueblo con las mismas costumbres que
sus antepasados habían ido transmitiendo de generación en generación.
Pastores nómadas que vivían en chozas construidas con barro
y excrementos de vaca, los masai hacían su vida en torno a su ganado que era su
bien más preciado.
Últimamente las lluvias largas habían acudido puntuales, y a
finales de mayo, el pasto era abundante, por lo que la estancia en aquel
paraje, junto al río Mara, se prolongaba inusualmente.
Waniru se sentía feliz en el poblado, junto a sus hermanos,
no le molestaban, en absoluto, las moscas que se pegaban en su cara, sólo
pensaba en jugar y en admirar las maravillas que le rodeaban.
Una mañana, al levantarse, corrió hacia la shamba (huerto)
que cultivaba su madre junto a otras mujeres del poblado, allí las vio
trabajando, dobladas por la cintura con los bebés a la espalda, recogiendo
judías, maíz o guisantes. Las faldas de vivos colores centelleando al sol. Los
hombres nunca se acercaban a la tierra, lo consideraban indigno, cosa de
mujeres, ellos se ocupaban del rebaño, al que valoraban mucho más que a sus
propias esposas. Uno de aquellos bueyes no debía de transportar carga alguna,
mientras que no había límite para las mujeres africanas, que, con cintas de
cuero cruzadas sobre la frente acarreaban pesados haces de leña, ante la mirada
pasiva de los varones del poblado, que permanecían bajo la sombra de los
árboles, apoyados sobre un pie, como los flamencos, con sus shukas(túnicas) de
color rojo, al viento, como dioses tribales.
Waniru ya colaboraba con las mujeres en las tareas
agrícolas, acarreando agua, en calabazas, desde el rio, e incluso reparando con
sus manos las techumbres de paja y excrementos.
Su padre tenía los ojos puestos en ella, ya que era la única
hembra entre sus hijos, y eso le llenaba de orgullo. Un día la llamó a su
presencia, y con mucha solemnidad le anunció que pronto tendría lugar su
ceremonia de iniciación, la cual la convertiría en una mujer muy respetada en
la tribu. Muchos jóvenes guerreros
estarían encantados de tomarla como esposa, pero él ya había pensado en ello y
había acordado su matrimonio con el joven Kabury, hijo del guerrero más rico de
la tribu, ya que poseía cientos de cabezas de ganado y estaba dispuesto a pagar
por ella, cincuenta de sus mejores vacas. Este matrimonio tendría lugar cuando
Kabury pasara la prueba de afirmación como guerrero, que consistía en que
habría de vivir solo, durante muchas lunas, alejado del poblado, y regresaría convertido
en guerrero, tras matar con sus manos un
león.
A sus doce años todo esto le pareció excitante a Waniru, e
incluso empezó a mirar con cierto interés a Kabury, que tenía cuatro años más que ella y una
considerable estatura, y aunque era patilargo y desgarbado, ella lo encontraba
muy guapo.
Desde el día que mantuvo esa conversación con su padre,
Waniru no paraba de dar vueltas en su cabeza a lo que él había dicho sobre su
ceremonia de iniciación, ya que no tenía la menor idea de en qué consistía. Se
lo había preguntado a su madre, que le había contestado que lo sabría en su
debido momento, pero ella era impetuosa y ansiaba conocer todo, especialmente
las cosas relacionadas con ella misma, así que una tarde al volver del rio, se
acercó a la choza de la hechicera. Estaba segura de que ella la sacaría de
dudas, ya que era una mujer muy sabia, que conocía todos los secretos de los
antepasados y era capaz de curar enfermedades y heridas con sus plantas y
abalorios mágicos. Sólo cuando alguien había enfermado y su “medicina” no había
surtido efecto, la hechicera explicaba que era ¡Shauri ya mungu! (La voluntad
de Dios).
La mujer vio acercarse a Waniru y la saludó con su mano
cargada de pulseras multicolores, mientras que con la otra mano removía una
decocción de plantas que preparaba como remedio para el mal de pecho que
padecía una joven de la tribu que llevaba semanas sudando y tosiendo, presa de
una fiebre infernal. No ignoraba la hechicera, que la tuberculosis mata
ferozmente sin un tratamiento adecuado, y que este se encontraba muy lejos de
sus manos.
Waniru se sentó junto a ella y con mucho respeto le expuso
sus interrogantes. La misteriosa mujer de ébano fue desgranando pausadamente
todos los entresijos de la ceremonia de iniciación o irua sagrada. Le explicó
cada uno de los pasos de esta feroz mutilación femenina, que ella misma
llevaría a cabo, justificando el proceso como aquel que preserva la virtud de
las jóvenes hasta que contraen matrimonio, garantizando su virginidad al hombre
que las tome por esposas, y las hace ser respetadas en todo el poblado. Por el
contrario, las jóvenes que no estén dispuestas o griten durante la ceremonia,
atraen thahu (desgracia) sobre su familia y ellas mismas.
Caía el ocaso, cuando Waniru regresaba a su choza, la selva
y la sabana aparecían envueltas en una neblina lúgubre. Penetró en el interior
del habitáculo donde sus hermanos permanecían a resguardo del frio exterior. Su
madre asaba carne en la hoguera, pero ella no probó bocado y se tumbó en su
camastro con un intenso nudo que le atenazaba las entrañas. Aquella noche
empezó a cuestionarse las costumbres de su poblado, no creía en thahu, ni
pensaba, que por ser mujer tuviese que someterse a semejante barbaridad.
Los días que siguieron, Waniru miraba, cada vez con ojos más
críticos, la vida de las mujeres, trabajando de sol a sol, en las tareas más
arduas, con sus hijos a la espalda, soportando el sol ardiente, mientras los
hombres bebían calabazas de cerveza, que ellas mismas elaboraban, tumbados
junto al ganado.
Esa vida no la quería para sí ni para sus hijas, si alguna
vez las tenía, y por supuesto no pensaba someterse a esa operación infame. Ya
había oído, entre susurros historias de chicas muertas por la infección e
incluso mujeres que habían perdido a sus hijos y su propia vida en el parto, al
no poder dar a luz con normalidad debido a la deformidad producida por la
terrible mutilación.
La mañana de su iniciación, Waniru no estaba en la choza.
La noche anterior, cuando el poblado dormía. Había salido
sigilosamente, internándose en la negra espesura. En su huída desesperada,
había notado miles de ojillos acechándola, Waniru sintió miedo por primera vez,
nunca había salido del poblado de noche, en esas horas en las que los
depredadores nocturnos van de caza. Avanzaba como un felino, con todo sigilo,
bordeando los meandros del río Mara, sobresaltándose con los resoplidos de los
hipopótamos, rogando para no cruzarse en el camino con algún cocodrilo, pero,
sobre todo, no quería pensar en la presencia escurridiza de la “mamba negra”,
esa pequeña serpiente con un veneno capaz de matar en minutos a un elefante.
Vio amanecer y anochecer varias veces, estaba totalmente perdida, muerta de hambre, temblando de frío y de
miedo, con la calabaza de agua vacía, cuando cayó sin sentido.
Al volver en sí, todo aparecía envuelto en penumbra y Waniru
tardó unos segundos en adaptar su visión al entorno. Entonces pudo distinguir
que se encontraba tumbada sobre un camastro, en una gran estancia donde había
más camas. Sobre ellas reposaban varias personas, sintió miedo, sólo oía el
respirar pausado de los durmientes. No sabía qué hacer, de pronto recordó por
qué estaba allí, rememoró su huída del poblado. Pensó en su madre y sintió ganas
de llorar. Pero ¿Qué lugar era este? ¿Estaba allí porque sus parientes la
habían traído a la fuerza?. Aquella
habitación no le sonaba, podía ser algún lugar al que su padre la había
trasladado para obligarla a someterse al ritual de su iniciación. No lo dudó,
saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Al pasar entre las camas, le pareció
que todas las personas que dormían eran mujeres, eso reforzaba más su teoría de
que estaban allí para someterse a la horrible operación, pero no se paró a
comprobarlo. Abrió la puerta y se encontró en mitad del campo, estaba
amaneciendo, así que calculó que serían las seis de la mañana. Allí había
vehículos todo terreno y algunas tiendas de color blanco. No parecía un lugar
sobre el que su padre tuviese influencia.
Estaba en estas reflexiones, cuando una joven rubia de pelo
ondulado se le acercó y en perfecto swahili le dijo que no debería haberse
levantado, ya que todavía se encontraba muy débil, que llegó en muy mal estado
y que aún tendría fiebre. Waniru la miraba como una gacela asustada y no se
atrevió a contradecirla cuando la empujó suavemente hacia el interior de una de
las tiendas y le ofreció té caliente y unas galletas, que Waniru comió con
avidez, mientras la joven le explicaba que aquel lugar era una misión
organizada por una ONG española que hacía varios años que operaba en esa zona y
que uno de los cooperantes la había encontrado cerca de allí, desvanecida en
medio del camino, a merced de los depredadores que acechaban. Pero que aunque
habían temido por su vida, su fortaleza habia superado a la importante
desnutrición y deshidratación que sufría, logrando sobrevivir tras varios días
debatiéndose entre la vida y la muerte. Waniru le explicó el motivo que la
había llevado a abandonar su poblado.
Y entonces Delia, que así se llamaba la joven doctora, le
informó que en la misión se encontraban
otras dos jóvenes, procedentes de otras etnias, pero que habían acudido allí
buscando refugio por el mismo motivo que ella, huyendo de esa práctica tan
arraigada en muchas comunidades, aunque el gobierno, en Kenia, la hubiese
prohibido expresamente en el año 2001.
Unos días después. Waniru fue trasladada junto a Unice y
Shico, las otras dos niñas de catorce años, que habían huido de sus hogares al
igual que ella, a una escuela-pensión en Nairobi, donde se hicieron cargo de
ellas. El viaje fue penoso por el mal estado de las carreteras y tardaron
muchas horas en llegar, pero Wamiru presentía que un futuro mejor se abría ante
ellas.
En aquella escuela pasaron varios años, con sus momentos
buenos y sus momentos malos, pero siempre con la ilusión de un mundo mejor y
mas justo.
Una mañana, en los alrededores de la Universidad, Waniru ya
contaba veintidós años, y se había convertido en una auténtica belleza africana,
estaba haciendo hora para el comienzo de una conferencia en la que actuaba como
ponente y en la que se debatiría sobre “ La ablación femenina en numerosos
países de Africa”. Su campaña contra esta práctica había traspasado las
fronteras de Kenia y la voz de Waniru se había escuchado ya en Europa y
America.
Un joven alto e impecablemente vestido, bromeaba con otra
estudiante y se despedía de ella, cuando su mirada se cruzó con la de Waniru,
la sorpresa se pintó en el rostro de ambos.
El joven se acercó y le preguntó: ¿Waniru eres tú?
Ella asintió tímidamente, no daba crédito a sus ojos, pues
delante de ella estaba Kabury, pero no con shuka y lanza, como ella le
imaginaba las muchas veces que pensaba en él, pues, secretamente seguía
enamorada, sino que tenía ante sí a un joven educado, que en pocas palabras le
explicó que al volver y ver que ella se había marchado, salió sin rumbo en su busca.
El no pensaba quedarse en la tribu, pues en su largo peregrinar por los
distintos poblados, en su afirmación como guerrero, había visto las condiciones
penosas de la vida de las gentes, las enfermedades que diezmaban la población
por falta de asistencia médica, había visto la labor de las Organizaciones
humanitarias y había decidido que ayudaba mas a África como médico que como
guerrero, y además no había podido cazar ningún león, ya que la ley prohíbe la
caza en todo el país.
Su padre recibió la noticia con gran disgusto, máxime cuando
esto conllevaba vender gran parte de su ganado para costear sus estudios, pero
finalmente accedió. Era raro que no hubiesen coincidido alguna vez en la
Universidad, aunque él, como era mayor, llevaba varios cursos por encima de
Waniru, y ya terminada su carrera, Kabury trabajaba en un hospital británico en
Nairobi, a la espera de partir, en los próximos días, con una expedición
destinada a vacunar de diferentes enfermedades a los habitantes de la sabana.
Waniru se encontraba en su último año de Universidad.
Hubiese dado la vida por marcharse con él a Mara, pero para ella era muy
importante acabar su carrera, y sobre todo tenía aún mucho que hacer en su
cruzada contra la ablación femenina, esa era su lucha particular, eso era lo
que le había alejado de su amado pueblo, de sus padres, de sus hermanos, que en
su ignorancia, ella sabía que la querían, y los había echado mucho de menos,
¡Tantas noches en soledad pensando en su familia! ¡Cuántas lágrimas derramadas
por su pueblo, por sus orígenes, por su sabana querida!... pero consideraba que
tenía aún mucho que hacer en su combate contra esta abominable práctica, aunque
cada vez contaba con más apoyo, por parte de muchas mujeres, y también, al fin,
de bastantes hombres. Estaba totalmente
convencida de que sus esfuerzos no serían en vano, y aunque sabía que no
viviría lo suficiente para ver totalmente erradicada esta práctica, sabía que
su lucha valdría la pena, y poco a poco las comunidades estaban prestando más
atención a sus palabras, porque algunos líderes se habían unido a sus ideas e
influían en los miembros de su comunidad, al establecer Waniru alternativas en
los ritos de iniciación, que conservarían todos los valores tradicionales, así
como religiosos que reemplazarían la ablación de las niñas. Creía firmemente que
algo estaba cambiando en África, aunque fuera lentamente.
Aún así, Waniru seguía pensando en su familia, echando de
menos a su madre, a sus hermanos, y ¿por qué no? A su padre, al que amaba y
admiraba a pesar de todo.
Esa tarde Waniru hablaría en Nanyuki, muy cerca del Monte
Kenia, para un gran número de personas, algunos habían caminado varios días
para estar allí. Sorprendentemente había muchos hombres. Waniru se dirigió a
todos los allí reunidos, con la mejor de sus sonrisas, que quedó helada en su
cara al distinguir a su padre, el Gran Jefe Kilimcu, entre los asistentes. Él
tenía la mirada clavada en ella, una expresión seria y desafiante se veía en su
rostro. Waniru sintió como el corazón se le aceleraba y trotaba en su pecho
como mil cebras al galope. Recordó que siempre miraba al suelo cuando el gran
jefe hablaba, pero la situación ahora era distinta, ella tenía el mando,
gobernaba su vida e intentaba que la vida de otras mujeres en aquel continente
fuera mejor. Esa idea le infundió el valor necesario para comenzar a hablar.
Durante casi dos horas, Wamiru se dirigió a todas aquellas personas e intentó
hacerles ver que su existencia podía ser
mejor, que había medios para emerger de la pobreza, les habló de
medicina, de medidas de higiene, de cómo prevenir enfermedades, de cómo evitar la imparable propagación del
virus del sida, y por último, se detuvo en explicar los peligros de la ablación
en las niñas, que además de peligrosa era muy perjudicial para los futuros
alumbramientos, al contrario de la creencia que había extendida, y sobre todo,
cada vez más, el temor a esta práctica propiciaba que muchas de estas niñas
huyeran de sus hogares, quedando a merced de los depredadores o muriendo de
hambre o sed. Al pronunciar estas palabras, Waniru dirigió una mirada al gran
Jefe Kilimcu, quien en ese momento, con la cabeza baja, abandonó la estancia.
Si Waniru se hubiese fijado, habría podido ver lágrimas en sus ojos…
Tres años más tarde, en un recodo del río Mara, podía verse
una agrupación de tiendas blancas, junto a las cuales hacían cola varios
nativos, a la espera de atención médica.
Dentro, mientras daba unos puntos de sutura, Kabury dedicaba una mirada
enamorada a su esposa Waniru, que en ese momento vendaba el bracito de un bebé,
y daba recomendaciones para evitar una nueva quemadura, mientas la mamá le
dedicaba un agradecido Asante sana (gracias) a Waniru, ésta devolvió la mirada
a su marido, una mirada de igual a igual, como siempre debió ser, como algún
día sería para todas las mujeres africanas. Luego a través de la mosquitera
divisó la inmensa sabana y el Land Cruiser de Delia acercándose a la clínica.
Y, como aquella vez, cuando tenía nueve años, sintió que Africa le pertenecía,
que amaba esta tierra y todo lo que había en ella, más que a su vida.
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