Teresa estaba sentada en su sillón favorito
observando como había quedado la decoración del abeto artificial que acababa de
adornar. El resultado le gustó. Este año había procurado que todos los adornos
tuviesen color rojo, para que así resaltasen sobre el verde de las ramas de
aquel árbol que había adquirido en unos grandes almacenes. Las pequeñas
bombillitas blancas que había instalado, titilaban al compás de una musiquilla
navideña.
A la derecha del árbol había colocado un
misterio de buen tamaño, fabricado en marmolina, que pintó ella misma, en un curso de
manualidades que hizo el año anterior. El buey la miraba con cara resignada y, parecía
que incluso un poco molesto, con la mantita con adornos policromados que le
había puesto encima. Sin embargo el Niño Jesús lucía majestuoso en su pesebre
dorado… Casi sin darse cuenta su mente comenzó a volar. Vinieron a su cabeza
los recuerdos de su infancia. ¡Con qué ilusión vivía ella, de pequeña, la
Navidad!
Se vio en la salita de la casa donde nació, decorando una rama de pino natural que su
padre había comprado, esa rama que tanto la haría sufrir cuando, pasados unos
días comenzara a secarse y a llenar el suelo de agujas marrones. Pero eso en
este momento no importaba, había pasado la tarde recortando círculos de papel
de celofán para hacer las bolas de colores que colgaría en el árbol y ahora
abrirían la caja de los adornos y el Belén, con todas esas pequeñas figuritas
de barro, que tanta ilusión le hacían. Una vez colocadas todas las casitas en
su lugar, las familias de pollitos, las lavanderas en el río, fabricado con el
papel de plata que conseguía desenvolviendo la media libra de chocolate, con el
consiguiente enfado de su madre. Su padre instalaría las lucecitas de colores,
metiendo las bombillitas por las ventanas de las casitas para darle al
pueblecito un aire más intimo. Solo quedaba por colocar el Portal en el sitio
preferente. Ese San José con gesto adusto, barba y bastón , esa Virgen María
con esa infinita dulzura reflejada en la cara y ese Niño Jesús regordete
vestido solo con un pañalito, y al que Teresa se empeñaba en tapar cada noche
para que no pasara frio. Menudo trajín suponía para ella, antes de acostarse,
tumbar a todas las gallinas y pollitos del gallinero para que durmieran, sacar
los patitos del rio para que no se ahogaran si se quedaban dormidos, y así ir
tumbando uno por uno todos los animalillos del Belén, para luego por la mañana
levantarlos uno por uno para comenzar el día.
Lo mejor de la tarde era cuando aparecían las
figuritas de los Reyes Magos, aunque el camello del Rey Melchor luciera una
bufanda de pegamento desde el año pasado cuando un golpe lo dejó decapitado.
Los Reyes Magos ocupaban su lugar encima del
puente y Teresa se iba encargando de acercarlos cada día un poquito, hasta que
el 6 de enero estaban justo delante del portal.
Sólo quedaba poner polvos de talco sobre todo
el conjunto y parecería un auténtico pueblo nevado.
Todo
era perfecto. La televisión en blanco y negro mostraba aquellas muñecas andadoras
que iban a Belén:”Las muñecas de Famosa se dirigen al Portal, para hacer
llegar al Niño su cariño y amistad …” cantaba el anuncio que en aquel momento ponían.
¡Cuantas veces le había pedido a los Reyes una de esas
muñecas que andaba!
“ Y Jesuuus en el pesebre se ríe porque está alegre…..”proseguían aquellas vocecitas
infantiles.
A Teresa, los Reyes siempre le traían un bebé regordete
de plástico duro, con un moñito en la cabeza, que por supuesto, no andaba.
“Nochebuena de amor, Navidad jubilosa…..”
Este año volvería a pedir a los Reyes una muñeca de
aquellas.
La Nochebuena era una noche estupenda, la
dejaban acostarse tarde, toda la familia venía a casa, sus abuelos, sus tíos y
primos también. Cenaban cosas ricas y especiales, y su padre abría con mucha
ilusión la caja de mantecados de cinco kilos y descubrirían con emoción el
calendario que decoraría la cocina todo el año siguiente. Luego cantaban
villancicos, de esos de toda la vida, en familia. Mientras tanto la tele
anunciaba turrones y dulces: “!Queremos turrón,turrón,turrón … ….!
Teresa creía firmemente que aquellos días de
Navidad eran verdaderamente mágicos. Cuando familiares o amigos venían de
visita, su madre les obsequiaba con mantecados y anís que servía en unas copas
chiquititas para que no se les subiera a la cabeza al par que los villancicos
de Manolo Escobar sonaban en la radio...
Luego, cuando llegaba el día de la Cabalgata
de Reyes, (porque en aquella época Papá Noel era solamente un extranjero que no
se dignaba aparecer por España), después de dos horas soportando el intenso
frío del enero de Granada, Teresa llegaba al sumun de la alegría cuando sus
Majestades aparecían al fondo de la calle. Siempre le quedaba la duda de si los
Reyes la habrían reconocido bajo aquel gorro de verdugo de lana azul marino y
la bufanda tapándole la boca que su madre le ponía, pero los Reyes eran listos, estaba segura de que sabían que
estaba allí.
Por la mañana, la felicidad se palpaba en el
aire. Su hermano vestido como el sheriff del Virginiano, aquella serie del oeste
americano que entonces hacía furor, venía a despertarla. Este año tampoco le
habían traído el Scalextric, pero a él no parecía importarle. A ella tampoco le
habían traído la muñeca andadora, en su lugar había un bebé regordete de
plástico duro con un moñito, unos cacharritos de cocina de aluminio con asitas
rojas, unos cuentos de esos finitos con forma de ardilla, de pato o de lobo en
función de quien fuera el protagonista y el regalo estrella: un montón de
cuadernos para colorear, con una caja grande de lápices Alpino. A las seis de
la tarde del día de Reyes esos lápices tendrían la mitad de su tamaño y los
cuadernos estarían casi concluidos.
Teresa volvió a la realidad, ¡Cuánto tiempo
había pasado desde esos recuerdos!.
Cuando sus hijos eran pequeños ella les inculcó siempre
la alegría y las tradiciones en Navidad. Siempre estuvo la familia unida
montando el Belén, cantando villancicos, echando de menos a los abuelos que
estaban en el cielo, saltando de alegría el día de Reyes…,en fin repitiendo
todas esas cosas mágicas que tan feliz habían hecho su infancia y que Teresa
había querido transmitir a sus hijos, pero hacía unos años, ya todo era diferente,
sus hijos ya eran mayores, estaban lejos, ya no vivían
en la misma ciudad, las obligaciones laborales les mantenían distantes.
Teresa volvió de sus ensoñaciones, y se apresuró a
terminar de recoger todo lo que no fuera
a formar parte de la decoración de navidad que había realizado.
Mañana sería Nochebuena. Sería un poco más triste que
otros años, pero la pasaría con su marido. Se consideraba afortunada por no
estar sola, teniendo en cuenta la cantidad de personas que no tienen con quien
compartir estas fechas.
El día veinticuatro, Teresa preparó una cena
especial para su marido. Dentro de un ratito intentaría hablar con sus hijos
por internet, pues la videocámara le permitía ver sus caras y hacerse a la idea
de que estaban con ella, no sería lo
mismo, pero los sentiría cerca de nuevo. Ella sabía que debía aceptar que la
vida había cambiado, que la crisis apretaba y el futuro de sus hijos era lo más
importante, que ya no era tan habitual poder estar en la misma ciudad que los
padres. Se podían considerar afortunados por tener un buen trabajo aunque fuera
lejos de ella… tal vez en otra ocasión podrían estar juntos, si, seguramente en
verano los vería…
Llegó la
hora de cenar y el matrimonio se sentó a la mesa. Solo la música de anuncios en la televisión rompía el silencio
que se habían instalado entre ellos. Sin duda estaban tristes. Ninguno de los
dos quería mencionar la falta que les hacían sus hijos, para no entristecer al
otro, pero se notaba en el ambiente.
Teresa
se había esmerado en poner una mantelería preciosa, con unas velitas en el
centro, su mejor vajilla y la cubertería buena. La cena era deliciosa, pero
estaban solos y eso ensombrecía todo.
Iban a comenzar a cenar cuando el timbre de la puerta sonó, su marido
la miró con extrañeza, no esperaban a nadie, tal vez algún vecino había
olvidado comprar algo y venía a pedirlo… Pedro, que así se llamaba el marido de
Teresa, se levantó y fue a abrir la puerta, Teresa le siguió. Al abrir no daban
crédito a sus ojos: allí estaban sus “niños” como cada Nochebuena, cargados de
regalos, con una sonrisa de oreja a oreja y cara de complicidad por la sorpresa
que entre ellos habían preparado. Se abrazaron a sus padres con cariño,
alabando el olorcillo a suculento asado que inundaba la estancia. Al entrar al
comedor la tele cantaba: ¡Vueeelve a casa vueeelve … por Navidad!
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