Adoro los ponientes de finales de
agosto, parece que el mar quiere despedirse de nosotros con ese derroche de espuma, con esa bravura
que sobrecoge y te hace ver la inmensidad y el poder que posee, de forma que en los próximos meses
no puedas olvidar ese sonido que solo aquí puedes escuchar. Porque el mar sabe
que no eres de aquí, que vuelves cada año buscando esas sensaciones
inigualables que no encuentras en ningún otro lugar. El mar sabe que vienes
buscando paz, que vienes a rememorar esos momentos mágicos que solo aquí,
verano tras verano, consigues, y por eso te obsequia con atardeceres rosados y
cálidos, con tardes interminables de baño y calma, con largos paseos en
barca en los que explorar todas esas
calitas maravillosas, con esa brisa templada que acaricia tu rostro y te hace
sentir en el paraíso, pero ese mismo mar, te despide, te recuerda que este no
es tu lugar, que debes volver a tus ocupaciones, y lo hace despidiéndose como
mejor sabe, con una demostración de fuerza y poder que solo busca despedirte de
la mejor forma y que hará que tu nostalgia dure meses y que tus ganas de volver
comiencen al dia siguiente de partir. Muchas gracias por este verano, ya comienzo a pensar en el siguiente…
RELATOS PARA LEER EN TRES MINUTOS
blog literario
viernes, 28 de agosto de 2015
martes, 30 de diciembre de 2014
UN VILLANCICO JUNTO AL BELÉN
UN
VILLANCICO JUNTO AL BELÉN
(Relato finalista en el concurso de relatos de invierno del diario IDEAL de Granada, año 2005).
Aurora preparaba cada año la
Navidad con esmero. Sacaba del altillo la caja con las figuritas que componían
aquel pueblecito tan cálido, a pesar de la nieve artificial, donde cada año
nacía el Niño Jesús, entre un San José y una Virgen María de cara complacida,
al calor de una mulilla y un buey al que ya faltaba un cuernecillo, pero no importaba,
porque seguía cumpliendo su misión de calentar al Niño.
Luismi,
el único hijo de Aurora y su marido Miguel, vibraba de felicidad mientras
montaban el Belén, y aunque era un chiquillo, competía con su padre, instalando
luces de todo tipo en el interior de aquellas casitas donde se desarrollaban
escenas cotidianas de la vida hebrea.
Cada nochebuena, Aurora, Luismi y
Miguel, cantaban varios villancicos delante del Belén, los tres cogidos de la
mano, haciendo un corro y riéndose a carcajadas, sobre todo Luismi, que se
divertía mucho, y cada Navidad soñaba con ese momento.
Cuando
Luismi terminó su carrera y hubo de abandonar España, para trabajar en una
importante multinacional en Estados Unidos, la familia comprendió que ya la
navidades serían distintas, aunque prometieron que cada Nochebuena, si no
podían estar juntos, cantarían, al menos un villancico junto al Belén, y por
unos instantes creerían que el Niño Jesús les había vuelto a unir.
Las navidades que Aurora y su
marido pasaron solos fueron un poco más tristes, pero Luismi llamaba
puntualmente cada nochebuena para recordar que había que cantar junto al Belén,
y sus padres con lágrimas de emoción cantaban el villancico junto a Luismi, y
la línea telefónica les hacía sentirse, de nuevo, unidos.
Este año, sin embargo las cosas
se presentaban peor, al quedar viuda, Aurora se sumió en una profunda tristeza.
Luismi voló desde Estados Unidos para estar unos días con su madre, y vio el
estado lamentable en el que se encontraba, le rogó que se fuese a vivir con él
y su familia, pues Luismi ya estaba casado y era padre de dos preciosos
chiquillos de ojos azules, que no conocían a su abuela, pero Aurora declinó la
invitación, aduciendo que, a su edad, no podría acomodarse a la vida en otro
país, y Luismi, con lágrimas en los ojos, entendió la decisión de su madre, y
con el corazón hecho trizas volvió a su vida en Nueva York, no sin antes hacer
mil advertencias a Candela, la señora que cuidaba de Aurora.
Al
llegar el veinticuatro de diciembre, Aurora estaba ansiosa junto al teléfono,
esperando la llamada de Luismi para cantar junto al Belén, que como cada año,
había vuelto a instalar, aunque sin luces, ya que ella no entendía de cables.
Eran las nueve de la noche y su hijo no había llamado, era raro, porque él
solía hacerlo puntualmente, sin que importara el cambio horario. Pasadas las
diez, Aurora seguía inmóvil junto al teléfono esperando que sonara, incluso
ella le llamó varias veces, pero nadie respondió al otro lado de la línea. Candela
se acercó suavemente y le susurró: _Doña Aurora, vamos a cenar, su hijo debe
haber tenido algún asunto importante que le ha impedido llamar, mañana lo hará
con seguridad_
Aurora
se levantó y lentamente fue hacia la mesa, el nudo que tenía en la garganta le
impedía casi respirar, estaba segura de que no podría ingerir alimento alguno.
Estas serían las primeras navidades en las que no cantaría junto a su hijo… En
ese momento, el timbre de la puerta sonó. Candela esbozó una imperceptible
sonrisa y fue a abrir. Aurora siguió sentada a la mesa, perdida en su tristeza,
pero algo le hizo levantar la mirada y experimentó una visión: Luismi y su
familia estaban en el umbral de la puerta del salón.
Aurora olvidó su reúma y saltó de
la silla para abrazar a su hijo, a su nuera y a sus preciosos nietos. Luismi
explicó que acababan de aterrizar y que venían para quedarse, ya que la empresa
para la que trabajaba, había abierto nueva sucursal en España. Aurora pensó que
se desmayaría de felicidad. Entonces
Luismi dijo: _ Bueno, se hace tarde, hay que cantar junto al Belén o el Niño
Jesús se va a hacer mayor antes de que empecemos_. Todos rieron a coro y Aurora
vio de nuevo a su familia unida, incluso sintió a Miguel, su marido, cogido de
su mano, entonando aquel villancico, que este año sonaba especial, con aquel
acento neoyorquino que imprimían sus nietos y su nuera.
Por
la mañana, al despertar, Aurora recordó el sueño tan bonito que había tenido
esa noche, y hubiera dado su vida por que fuera realidad. La tristeza comenzó a
invadirla de nuevo y dos lágrimas amargas rodaron por sus mejillas. En ese
momento, la puerta del dormitorio se abrió y dos chiquillos en pijama y con el
pelo revuelto entraron alborotando, mientras gritaban: -¡Abuela, abuela, Santa
Claus ha dejado cosas para ti en el árbol, ven a verlas!
jueves, 5 de diciembre de 2013
RECUERDOS DE NAVIDAD
Teresa estaba sentada en su sillón favorito
observando como había quedado la decoración del abeto artificial que acababa de
adornar. El resultado le gustó. Este año había procurado que todos los adornos
tuviesen color rojo, para que así resaltasen sobre el verde de las ramas de
aquel árbol que había adquirido en unos grandes almacenes. Las pequeñas
bombillitas blancas que había instalado, titilaban al compás de una musiquilla
navideña.
A la derecha del árbol había colocado un
misterio de buen tamaño, fabricado en marmolina, que pintó ella misma, en un curso de
manualidades que hizo el año anterior. El buey la miraba con cara resignada y, parecía
que incluso un poco molesto, con la mantita con adornos policromados que le
había puesto encima. Sin embargo el Niño Jesús lucía majestuoso en su pesebre
dorado… Casi sin darse cuenta su mente comenzó a volar. Vinieron a su cabeza
los recuerdos de su infancia. ¡Con qué ilusión vivía ella, de pequeña, la
Navidad!
Se vio en la salita de la casa donde nació, decorando una rama de pino natural que su
padre había comprado, esa rama que tanto la haría sufrir cuando, pasados unos
días comenzara a secarse y a llenar el suelo de agujas marrones. Pero eso en
este momento no importaba, había pasado la tarde recortando círculos de papel
de celofán para hacer las bolas de colores que colgaría en el árbol y ahora
abrirían la caja de los adornos y el Belén, con todas esas pequeñas figuritas
de barro, que tanta ilusión le hacían. Una vez colocadas todas las casitas en
su lugar, las familias de pollitos, las lavanderas en el río, fabricado con el
papel de plata que conseguía desenvolviendo la media libra de chocolate, con el
consiguiente enfado de su madre. Su padre instalaría las lucecitas de colores,
metiendo las bombillitas por las ventanas de las casitas para darle al
pueblecito un aire más intimo. Solo quedaba por colocar el Portal en el sitio
preferente. Ese San José con gesto adusto, barba y bastón , esa Virgen María
con esa infinita dulzura reflejada en la cara y ese Niño Jesús regordete
vestido solo con un pañalito, y al que Teresa se empeñaba en tapar cada noche
para que no pasara frio. Menudo trajín suponía para ella, antes de acostarse,
tumbar a todas las gallinas y pollitos del gallinero para que durmieran, sacar
los patitos del rio para que no se ahogaran si se quedaban dormidos, y así ir
tumbando uno por uno todos los animalillos del Belén, para luego por la mañana
levantarlos uno por uno para comenzar el día.
Lo mejor de la tarde era cuando aparecían las
figuritas de los Reyes Magos, aunque el camello del Rey Melchor luciera una
bufanda de pegamento desde el año pasado cuando un golpe lo dejó decapitado.
Los Reyes Magos ocupaban su lugar encima del
puente y Teresa se iba encargando de acercarlos cada día un poquito, hasta que
el 6 de enero estaban justo delante del portal.
Sólo quedaba poner polvos de talco sobre todo
el conjunto y parecería un auténtico pueblo nevado.
Todo
era perfecto. La televisión en blanco y negro mostraba aquellas muñecas andadoras
que iban a Belén:”Las muñecas de Famosa se dirigen al Portal, para hacer
llegar al Niño su cariño y amistad …” cantaba el anuncio que en aquel momento ponían.
¡Cuantas veces le había pedido a los Reyes una de esas
muñecas que andaba!
“ Y Jesuuus en el pesebre se ríe porque está alegre…..”proseguían aquellas vocecitas
infantiles.
A Teresa, los Reyes siempre le traían un bebé regordete
de plástico duro, con un moñito en la cabeza, que por supuesto, no andaba.
“Nochebuena de amor, Navidad jubilosa…..”
Este año volvería a pedir a los Reyes una muñeca de
aquellas.
La Nochebuena era una noche estupenda, la
dejaban acostarse tarde, toda la familia venía a casa, sus abuelos, sus tíos y
primos también. Cenaban cosas ricas y especiales, y su padre abría con mucha
ilusión la caja de mantecados de cinco kilos y descubrirían con emoción el
calendario que decoraría la cocina todo el año siguiente. Luego cantaban
villancicos, de esos de toda la vida, en familia. Mientras tanto la tele
anunciaba turrones y dulces: “!Queremos turrón,turrón,turrón … ….!
Teresa creía firmemente que aquellos días de
Navidad eran verdaderamente mágicos. Cuando familiares o amigos venían de
visita, su madre les obsequiaba con mantecados y anís que servía en unas copas
chiquititas para que no se les subiera a la cabeza al par que los villancicos
de Manolo Escobar sonaban en la radio...
Luego, cuando llegaba el día de la Cabalgata
de Reyes, (porque en aquella época Papá Noel era solamente un extranjero que no
se dignaba aparecer por España), después de dos horas soportando el intenso
frío del enero de Granada, Teresa llegaba al sumun de la alegría cuando sus
Majestades aparecían al fondo de la calle. Siempre le quedaba la duda de si los
Reyes la habrían reconocido bajo aquel gorro de verdugo de lana azul marino y
la bufanda tapándole la boca que su madre le ponía, pero los Reyes eran listos, estaba segura de que sabían que
estaba allí.
Por la mañana, la felicidad se palpaba en el
aire. Su hermano vestido como el sheriff del Virginiano, aquella serie del oeste
americano que entonces hacía furor, venía a despertarla. Este año tampoco le
habían traído el Scalextric, pero a él no parecía importarle. A ella tampoco le
habían traído la muñeca andadora, en su lugar había un bebé regordete de
plástico duro con un moñito, unos cacharritos de cocina de aluminio con asitas
rojas, unos cuentos de esos finitos con forma de ardilla, de pato o de lobo en
función de quien fuera el protagonista y el regalo estrella: un montón de
cuadernos para colorear, con una caja grande de lápices Alpino. A las seis de
la tarde del día de Reyes esos lápices tendrían la mitad de su tamaño y los
cuadernos estarían casi concluidos.
Teresa volvió a la realidad, ¡Cuánto tiempo
había pasado desde esos recuerdos!.
Cuando sus hijos eran pequeños ella les inculcó siempre
la alegría y las tradiciones en Navidad. Siempre estuvo la familia unida
montando el Belén, cantando villancicos, echando de menos a los abuelos que
estaban en el cielo, saltando de alegría el día de Reyes…,en fin repitiendo
todas esas cosas mágicas que tan feliz habían hecho su infancia y que Teresa
había querido transmitir a sus hijos, pero hacía unos años, ya todo era diferente,
sus hijos ya eran mayores, estaban lejos, ya no vivían
en la misma ciudad, las obligaciones laborales les mantenían distantes.
Teresa volvió de sus ensoñaciones, y se apresuró a
terminar de recoger todo lo que no fuera
a formar parte de la decoración de navidad que había realizado.
Mañana sería Nochebuena. Sería un poco más triste que
otros años, pero la pasaría con su marido. Se consideraba afortunada por no
estar sola, teniendo en cuenta la cantidad de personas que no tienen con quien
compartir estas fechas.
El día veinticuatro, Teresa preparó una cena
especial para su marido. Dentro de un ratito intentaría hablar con sus hijos
por internet, pues la videocámara le permitía ver sus caras y hacerse a la idea
de que estaban con ella, no sería lo
mismo, pero los sentiría cerca de nuevo. Ella sabía que debía aceptar que la
vida había cambiado, que la crisis apretaba y el futuro de sus hijos era lo más
importante, que ya no era tan habitual poder estar en la misma ciudad que los
padres. Se podían considerar afortunados por tener un buen trabajo aunque fuera
lejos de ella… tal vez en otra ocasión podrían estar juntos, si, seguramente en
verano los vería…
Llegó la
hora de cenar y el matrimonio se sentó a la mesa. Solo la música de anuncios en la televisión rompía el silencio
que se habían instalado entre ellos. Sin duda estaban tristes. Ninguno de los
dos quería mencionar la falta que les hacían sus hijos, para no entristecer al
otro, pero se notaba en el ambiente.
Teresa
se había esmerado en poner una mantelería preciosa, con unas velitas en el
centro, su mejor vajilla y la cubertería buena. La cena era deliciosa, pero
estaban solos y eso ensombrecía todo.
Iban a comenzar a cenar cuando el timbre de la puerta sonó, su marido
la miró con extrañeza, no esperaban a nadie, tal vez algún vecino había
olvidado comprar algo y venía a pedirlo… Pedro, que así se llamaba el marido de
Teresa, se levantó y fue a abrir la puerta, Teresa le siguió. Al abrir no daban
crédito a sus ojos: allí estaban sus “niños” como cada Nochebuena, cargados de
regalos, con una sonrisa de oreja a oreja y cara de complicidad por la sorpresa
que entre ellos habían preparado. Se abrazaron a sus padres con cariño,
alabando el olorcillo a suculento asado que inundaba la estancia. Al entrar al
comedor la tele cantaba: ¡Vueeelve a casa vueeelve … por Navidad!
lunes, 1 de julio de 2013
UN BALCON EN EL PRIMER PISO
Allí donde encontremos a un ser humano,
Hay siempre una oportunidad para ser amables o
realizar actos espontáneos de amabilidad. (Séneca)
Un balcón en el
primer piso
Todo ocurrió a raíz de que un
conductor novato se saltó una señal de ceda el paso en una de las múltiples
rotondas con fuente que adornan la ciudad de Granada, y me hizo añicos mi viejo
utilitario. Por suerte, ni el novato ni yo tuvimos daños personales, pero me
quedé sin coche y no tuve mas remedio que, en los días posteriores al
incidente, echar mano del autobús para ir al trabajo.
¡Dios
mío! ¡qué pérdida de tiempo a las siete de la mañana!¡Con lo bien que sientan
diez minutos más en la cama a estas horas!, pensé después de restregarme los
ojos y poner los pies descalzos en el suelo.
Tras
una ducha rápida y un café instantáneo
corrí a la parada del autobús. Hacía un frío helador, por lo que entré en el
vehículo y me arrellané en un asiento junto a la ventanilla, se agradecía la
calefacción, y me dediqué a mirar al exterior y a descubrir cosas de la ciudad
que antes no estaban o yo no había reparado en ellas. Me fui fijando en los
maceteros con flores de Puerta Real, descubrí tiendas en la calle Reyes, que
ignoraba que existieran, y al llegar a la Gran Vía, el autobús se detuvo en una
parada, lo cual me dio unos segundos para ver de cerca las farolas de diseño.
En ese momento mi mirada se desvió hacia el edificio que tenía a mi lado, una
casa de las que aun quedan de otra época, que era sencillamente preciosa.
Pertenecía a ese tipo de construcciones en las que no se escatimó en ornamentos
tanto en las barandas como en la fachada, que se hallaba cubierta de rosetones
y bajo relieves.
Era
una belleza. ¡Cómo me gustaría vivir en
una casa como esta! pensé, pero la realidad era bien distinta, ya que mi exiguo
sueldo solo me permitía pagar el alquiler de un
pequeñísimo y oscuro apartamento.
En
uno de los balcones del primer piso de aquella majestuosa edificación, tras los
cristales, creí divisar la silueta de una persona, miré entonces con mas
interés y descubrí a un anciano con la expresión mas triste que yo había visto
en toda mi vida,
En
ese momento el autobús se puso en marcha, y aunque me volví para seguir
viéndole. Lo perdí en unos segundos. No supe por qué, pero me quedé
impresionada. De hecho, pasé toda la mañana dándole vueltas a la imagen de
aquel anciano y al motivo de su tristeza.
Al
volver, a las tres y media, venía pendiente de mirar hacia el balcón, y en
cuanto el autobús paró en la acera de enfrente, me apresuré a buscar con la
mirada el primer piso, pero para mi decepción, el balcón estaba vacío. Miré
hacia los balcones colindantes, pero tampoco había
nadie.
Las cortinas se encontraban corridas en todos ellos. El autobús arrancó y me fui con una sensación de frustración que ni yo misma lograba
entender.
A
la mañana siguiente, mientras esperaba en la parada, no notaba el frío, sólo
pensaba en volver a ver al anciano. De nuevo al pasar por la Gran vía, le vi
como la mañana anterior, atisbando tras los cristales, y al igual que ayer, la
tristeza estaba dibujada en sus ojos. Su expresión no había variado. Esta vez
me fijé mejor en sus rasgos: tenía el pelo totalmente cano, aunque abundante,
salvo en la zona frontal, donde unas profundas entradas le daban un aspecto
interesante. Sobre el labio pude distinguir un bigotito de igual color que el
pelo. Sus facciones eran angulosas. Llevaba un batín oscuro y un pañuelo, con
un pequeño estampado, al cuello. Me pareció todo un caballero, aunque, eso si,
un caballero muy triste. ¿Cómo puede ser tan infeliz alguien que vive en una
casa tan bella? Me pregunté.
El
autobús arrancó bruscamente. Un pasajero, que iba de pie, perdió el equilibrio
y se interpuso entre mi vista y la ventanilla, por lo que dejé de ver a mi
anciano caballero.
Transcurrió
toda la semana, y cada mañana se repetía el ritual, yo estaba pendiente de
mirar hacia el balcón donde se
encontraba el anciano, y cada mañana le veía tras el cristal con la misma
expresión de tristeza e incluso me atrevería a decir que ésta había aumentado
de intensidad.
Durante
el fin de semana no se me fue de la cabeza ni un minuto, pensé que necesitaba
saber algo mas de él, aunque solo fuera su nombre, pero deseché la idea por
descabellada, yo no tenía derecho a inmiscuirme en la vida de nadie, pensaría
que soy una loca, la gente no va por ahí preocupándose de lo que le ocurre a
los desconocidos ¿o si?.
Pasé
el fin de semana deseando que llegara el lunes para volver a realizar el trayecto
que me llevara a saber mas del anciano. Cuando subí al autobús llevaba el
corazón al galope. No me podía creer que un desconocido, que podría muy bien
ser mi abuelo, del que ignoraba todo, desencadenase tantas emociones en mi.
Esperé
con ansiedad la primera parada de la Gran Vía, incluso pulsé con disimulo el
botón para solicitar que parase, aunque no tenía intención de bajar, sólo para
lograr que el autobús se detuviera unos segundos, y poder mirar hacia el
balcón, pero la decepción se pintó en mi cara. Inexplicablemente no había
nadie. Me fui a trabajar bastante decepcionada.
Las
mañanas que siguieron tampoco le ví, así que el miércoles, al volver de la oficina, no
pude
resistirme y me bajé en la parada de enfrente de la casa bonita y crucé la
calle. No entendía lo que estaba haciendo, pero no podía detenerme. Penetré en
el suntuoso portal de mármol blanco y maderas nobles, que parecía que me
transportaba a otra época y tropecé con un hombre de avanzada edad que llevaba
un cepillo de barrer en la mano y que me miraba de forma interrogante. Era el
portero de la finca. Al parecer conocía bien a todos los visitantes de la casa,
porque vi en su cara que me observaba como a una intrusa. Para dar mas
normalidad a la situación le pregunté si había algún piso en alquiler.
El
hombre me miró con una expresión mas relajada y con una sonrisita amarga me
dijo que no, que aunque todos los pisos estaban vacíos, Don Juan, que era el
vecino del primero y a su vez dueño del inmueble no quería alquilarlos, sólo el
ático se lo tenía cedido a él y a su esposa que eran los porteros. El hombre se
veía dispuesto a la charla y me contó que ellos se encargaban de la limpieza de
la casa y de atender al dueño desde que quedó viudo, pero que en cuanto Dios se
acordara de Don Juan, ellos volverían a la tranquilidad de su pueblo. Me contó
que desde el sábado por la noche su mujer y él eran los únicos habitantes del
edificio, ya que Don Juan tuvo que ser ingresado de urgencia con un ataque al
corazón. Me alarmé de repente, una sensación de hormigueo recorrió mi cuerpo de
pies a cabeza, parecía como si las piernas no fuesen capaces de sostener mi
peso. Me apoyé con disimulo en el pasamanos e intenté respirar pausadamente
antes de preguntarle a que hospital le llevaron. El hombre me miró un poco
perplejo por la pregunta, yo mentí diciendo que era enfermera, y a estas
alturas de la conversación ya parecíamos conocernos de toda la vida. Pero me
dijo que no lo sabía, que oyó decir al conductor de la ambulancia que lo
llevaría al Hospital Virgen de las Nieves, pero no estaba seguro. Estaba claro
que no había ido a visitarle.
Me
despedí del portero y crucé de nuevo la calle para volver a mi casa, totalmente
abatida, pero lo pensé mejor, volví a cruzar y cogí en marcha un autobús que me
llevaba en dirección al hospital donde supuse que el anciano se encontraba
ingresado.
Durante
el trayecto me pregunté a mi misma que era lo que estaba haciendo, estaba yendo
a ver a una persona a la que no conocía y de la que ignoraba todo, salvo su
nombre y su soledad.
Una
fuerza irresistible me empujaba cuando subí la escalinata del hospital y
pregunté en el mostrador por un paciente del que solo sabía que se llamaba Juan
y que debió ingresar el sábado por la noche. Tras unos interminables minutos de
consulta en el ordenador, la administrativa me
informó que la persona que buscaba se encontraba
ingresada en la unidad coronaria y me dijo el número de habitación.
Con
el corazón golpeando en mi pecho, tomé
el ascensor, atestado de personas a esa hora, y subí.
Conforme me iba acercando a la habitación, el
pulso se me iba acelerando hasta hacerme daño.
¡Que
situación tan rara! ¿cómo me había metido en esto? ¿Qué le iba a decir cuando
me preguntara quien era yo?, si al final no me decidía a hablar con él, le
diría que me había confundido de habitación, que era voluntaria de una ONG, en
fin algo se me ocurriría.
Al
salir del ascensor me enfrenté a largo pasillo donde las habitaciones se
distribuían a izquierda y derecha. Caminaba casi de puntillas para no hacer
ruido. Me crucé con un médico que venía acompañado de varios jóvenes con bata y
fonendoscopio, supuse que serían estudiantes en prácticas. Ninguno de ellos se
fijó en mi. Sentí cierto recelo al pasar el control de enfermería, a mitad el
pasillo, por si alguna enfermera me preguntaba algo, pues a aquellas alturas de
mi aventura aún no tenía claro cual sería la excusa que iba a poner para
justificar mi presencia allí, y contestase lo que contestase sonaría falso, con
seguridad. Pero afortunadamente no había ninguna enfermera en ese momento, por
lo que proseguí mi búsqueda y allí casi al final del pasillo, muy cerca de la
salida de emergencia, se encontraba la habitación que buscaba.
Con
sigilo me asomé y le vi, tendido en la cama, solo, no había compañero en la
zona contigua . Estaba conectado a un monitor y parecía dormido. Me acerqué
despacio, le miré con curiosidad. Me pareció que, de joven, habría sido un
hombre guapo, pues aún conservaba rasgos armoniosos en su rostro, incluso había
algo en su semblante que me resultaba familiar, algún detalle conocido, pero eso era imposible, ya que era la primera
vez que le veía de cerca.
Descansaba
plácidamente, casi con media sonrisa en los labios. Me pareció extraño,
acostumbrada, como estaba, a verle con esa tristeza que le caracterizaba.
Me
dispuse a marcharme, ya cumplido mi deseo de verle, pero algo me impulsaba a
acariciarle la mano, que descansaba sobre la colcha blanca. Al notar el
contacto, abrió los ojos, de
inmediato,
con expresión aturdida, que se tornó asustada cuando me vio y comprobó que no era
la enfermera sino una desconocida quien le había tocado.
El
monitor que marcaba el ritmo de su corazón aumentó de velocidad. Intenté
tranquilizarle, pero me miraba con una expresión interrogante, y por fin, con
voz trémula preguntó:
-¿Quién
es usted, señorita, y por qué está aquí?-
Tuve
una sensación de vergüenza impresionante y mi rostro se tornó rojo de repente,
no se me ocurría excusa alguna que explicase mi presencia en aquella habitación
por lo que opté por contarle la verdad, le expliqué, paso a paso, la semana que
llevaba observándole desde el autobús, en ese momento su expresión pasó por un
rictus de extrañeza y después se dulcificó, apareció un punto de interés en su
mirada, e incluso creí adivinar una
chispita de felicidad en sus ojos mientras yo , aturulladamente, desgranaba mi relato.
Él no dijo una palabra mientras yo narraba mi historia
. Cuando concluí con – y es por eso que estoy aquí-, el susurró bajito:
-¡Gracias, muchas gracias!
Su
expresión cambió, sus ojos de color azul vidrioso, parecía que tenían más luz.
Entonces se decidió a hablar, y me explicó que la soledad es una bestia que
devora las entrañas y que hace caer en el abismo profundo de la depresión, que
él estaba solo y no tenía a nadie.
Me
habló de un hijo que fue la alegría de
su vida. Un muchacho soñador que creyó
que podría cambiar el mundo. Siendo muy joven se marchó por esos países
desfavorecidos en los que la hambruna reina sobre cualquier gobierno. El creía
que podría cambiar algo en aquellas vidas llenas de miseria. Al principio le
mantenía informado de los países en los que se encontraba la ONG para la que
trabajaba, luego, hubo un momento en que dejó de tener noticias suyas, y tras
varios años sin conocer su paradero recibió la mas cruel de las noticias que un padre puede sufrir, que cayó como un mazazo sobre su vida y la de
su esposa, la muerte de su único hijo. De hecho ella nunca se recuperó de su
tristeza y su vida se fue apagando poco a poco, hasta que falleció hacía ahora
cinco años.
Ignoraba
cualquier detalle de la vida que llevó su hijo desde que se produjo aquel corte
en la información, supo que se había casado, porque él mismo se lo contó, pero
ignoraba si habría tenido hijos… había intentado indagar sobre el tema, pero su búsqueda había sido infructuosa. Ya se
había dado por vencido y dejó de buscar. Ya no tenía ánimo para nada, sólo se
sumía cada día más en su soledad.
Había
días en los que no podía cruzar una palabra con ninguna persona, pues la mujer
del portero era mayor y no limpiaba su piso todos los días, y el portero no
solía subir a visitarle, por eso era para él una necesidad, el mirar por la
ventana, añorando con tristeza, el bullicio exterior de esa
gente
que corría tras el autobús, de aquel que apresuraba el paso hacia su trabajo,
de los niños con las mochilas cargadas de libros, que entre risas y parloteos
se dirigían al colegio, en definitiva, añoraba la vida que había en la calle y
que a él le faltaba, porque no tenía a nadie a quien interesase su existencia, ni
nadie por quien vivir.
-El
hombre es un ser social cuya inteligencia exige, para excitarse, el rumor de la
colmena- me dijo parafraseando a Ramón y Cajal.
Yo
intentaba sobreponerme, porque soy de lágrima fácil y temía ponerme a llorar
como una tonta, y porque me identificaba totalmente con él, pues aunque mucho
mas joven, yo tampoco llevaba una existencia muy divertida que dijéramos.
Yo
también estaba sola en la ciudad. A mi me crió mi abuela materna porque mis
padres fallecieron en un accidente de tren cuando yo era muy pequeña. Cuando mi
abuela murió, no me quedaban mas
parientes que conociera, así que con veinte años me fui del pueblo a trabajar a
la capital, por lo que hacía ya algún tiempo que la soledad era una compañera
conocida también para mi. Tenía compañeros de trabajo, pero no tenía ningún
amigo en quien confiar. Por eso y con la mejor de mis sonrisas le prometí que
volvería al día siguiente, y al otro, y al otro, y que cuando estuviera
recuperado iría a visitarle a su casa con una buena bandeja de pasteles, pero
que él debería de poner el café.
Fue
en ese momento cuando le vi reír de verdad, por primera vez, dos fuertes
carcajadas rompieron el silencio de la Unidad Hospitalaria. Me alarmé por si nos llamaban la atención.
Pero nadie apareció.
Noté
humedad en sus ojos, cuando me despedí
de él, porque eran las seis de la tarde y yo ni siquiera había almorzado. Le di
un beso en la mejilla y se quedó sorprendido.
Después
de aquella tarde volví cada día, mantuvimos largas conversaciones sobre muy
diferentes aspectos, comprobé que era un hombre muy culto, de esas personas con
las que se puede hablar de cualquier cosa, porque hacen interesantes hasta los
temas mas aburridos.
Le
observé mejorar día a día, le vi feliz cuando me contaba cosas de su vida, del
amor que sintió hacia su esposa, a la que describía como una mujer muy guapa, y
luego añadía que se parecía mucho a mi. Yo asentía agradeciendo el cumplido,
aunque sabía que aquella señora y yo
no
teníamos nada que ver. Palpaba la
ilusión y el orgullo cuando se refería a ese hijo perdido en lejanas tierras y
que había sido el eje de su vida.
La
visita al hospital se convirtió en parte de mi rutina. Esperaba el momento con
ilusión cada día. Así transcurrió el verano. Había nacido un lazo familiar entre nosotros.
Pero
una tarde cuando llegué la cama estaba hecha, y mi anciano caballero no estaba
en la habitación. Me alarmé, aunque intenté convencerme de que estarían
haciéndole alguna prueba. Corrí en busca de la enfermera y su expresión me confirmó lo que yo ya intuía.
Sentí
dolor, desgarro, como si ese hombre hubiese sido algo mío, ese abuelo que no
conocí de pequeña y al que tanto añoré en mi infancia, ya que mi abuela era
viuda cuando yo llegué al mundo.
Ahora
me encontraba deshecha por la muerte de un anciano del que únicamente conocía
su nombre.
Asistí
al funeral más desierto y triste de mi vida, solo los porteros y yo. Dejé una
rosa sobre su féretro como mudo símbolo de que nunca podría olvidarle, pues
aunque estaba convencida de que yo alegré sus últimos días, también su amistad
aportó una cantidad incalculable de valores espirituales a mi anodina vida.
Ha
pasado un año desde su muerte, pero de
vez en cuando cuándo cojo el autobús y paso por la casa bonita, como yo la
llamo desde que reparé en ella, siempre miro al balcón en el primer piso, como
queriendo hacer posible lo imposible. Pero las cortinas aparecen siempre
corridas y el
portón
exterior cerrado.
Esta
mañana, cuando acudía a mi trabajo, sentada en la fila de asientos del bus
junto a la ventanilla, como de costumbre, miré hacia el balcón y ocurrió algo
muy extraño, que sería seguro
producto
de mi imaginación, pero me pareció que Don Juan estaba allí, como antes,
atisbando la calle, pero esta vez me pareció que me miraba y me sonreía.
Parpadeé varias veces porque no daba crédito a mis somnolientos ojos y cuando
volví a mirar solo vi la cortina corrida. Estaba claro que lo había imaginado.
Cuando
volví a casa, por la tarde, recogí descuidadamente la correspondencia del
buzón. Como siempre, estaban las habituales cartas de bancos y facturas varias,
pero había un sobre extraño, de un despacho de abogados. Pensé que el cartero
se habría equivocado de buzón, pero no, ahí estaba mi nombre escrito con una
pulcra caligrafía. Lo abrí con desconfianza.
Me
citaban en una fecha próxima para tratar sobre mi legado familiar, a la vez que
me pedían disculpas por la tardanza en contactar conmigo.
Me quedé estupefacta, ahora sabía
que la carta era un error, no entendía por qué venia a mi nombre.
-¡Un
legado familiar!, me dio risa, -¡si mi abuela hacía ya años que murió, y no
tenía nada de su propiedad!, solamente heredé varias deudas que tuve que pagar, con mucho esfuerzo, de mi
escaso sueldo. Seguro que todavía había algo pendiente … no quería ni pensarlo.
El
día señalado me presenté en el bufete, bastante nerviosa y con una sensación de
desasosiego muy desagradable en el estómago.
El letrado que me recibió en su
despacho, me saludó con cordialidad. Era un hombre de unos cincuenta años,
tenía una sonrisa franca que emanaba confianza, pero yo estaba tan acostumbrada
a los malos ratos, que ni siquiera esto me tranquilizó.
Me
senté frente a él y el abogado comenzó
su relato pidiéndome disculpas, de nuevo, por la demora en las gestiones
realizadas. Me explicó que las pesquisas para dar con mi paradero habían sido
muy laboriosas, pero que finalmente habían concluido en que yo era la única
heredera de una persona que había fallecido sin dejar otros descendientes.
Se
trataba de un anciano que tenía un solo hijo que murió junto a su esposa en un
accidente de ferrocarril en África cuando trabajaba como cooperante. Se supo
que este matrimonio tuvo una hija, la cual, en el momento del accidente, se
encontraba con una cuidadora, amiga de la pareja y esta mujer, viendo la
situación bélica en la que el país se hallaba inmerso, aprovecho un viaje a
España de unas monjas de una misión cercana, y les encomendó a la niña para que
la condujeran con su abuela materna. Esta amiga del matrimonio fallecido, murió
poco después, allá por 1994 durante el desgraciadamente famoso conflicto
rwandés entre hutus y tutsis, por lo que se había perdido cualquier pista que
llevase al paradero de la niña. Se
ignoraba el domicilio de la abuela y todos los demás detalles que les pudiesen
conducir a la heredera. El testador, poco podía aportar a la búsqueda. Este
hombre nunca conoció a la esposa de su hijo, pues aunque era española, de hecho
había nacido en un pueblecito de la Alpujarra granadina, su hijo la conoció en Kigali.
Ambos llevaban años trabajando como cooperantes en Rwanda y allí contrajeron
matrimonio. No permitieron las circunstancias convulsas que se vivían en ese
momento en el país africano, ningún viaje para conocer a las respectivas
familias. Mi cliente tampoco sabía, a ciencia cierta si su
hijo
habría tenido descendencia o no, solo tenía una última carta recibida de él, en
la que creyó leer entre líneas, que pronto sería padre, pero no supo si esto
habría llegado a ser una realidad o no, pues poco después se cortó la conexión
entre ellos, tras estallar el conflicto bélico y las cartas, si las hubo, nunca llegaron a su destino.
Hubo
que realizar numerosas investigaciones para encontrar a la hija de los finados,
pero tras una ardua tarea hemos dado con usted, señorita, por lo que debe
decidir si acepta la herencia que le ha legado su abuelo paterno, consistente
en una pequeña fortuna en acciones y depósitos bancarios así como una preciosa casa en la Gran Vía de Granada.
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Mª José Ruiz de Almirón Sáez
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