lunes, 1 de julio de 2013

UN BALCON EN EL PRIMER PISO




      RELATO GANADOR DEL CERTAMEN DE RELATOS VALENTÍN SANCHEZ de 2013 Organizado por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Villanueva Mesía                                                                                                                                                                                                                                                                                               

Allí donde encontremos a un ser humano,

Hay siempre una oportunidad para ser amables o realizar actos espontáneos de amabilidad.                                                                                                                                      (Séneca)
                                                                                                                                                                            

                                                                                                        

                            Un balcón en el primer piso
    

            Todo ocurrió a raíz de que un conductor novato se saltó una señal de ceda el paso en una de las múltiples rotondas con fuente que adornan la ciudad de Granada, y me hizo añicos mi viejo utilitario. Por suerte, ni el novato ni yo tuvimos daños personales, pero me quedé sin coche y no tuve mas remedio que, en los días posteriores al incidente, echar mano del autobús para ir al trabajo.
¡Dios mío! ¡qué pérdida de tiempo a las siete de la mañana!¡Con lo bien que sientan diez minutos más en la cama a estas horas!, pensé después de restregarme los ojos y poner los pies descalzos en el suelo.
Tras una ducha rápida y un  café instantáneo corrí a la parada del autobús. Hacía un frío helador, por lo que entré en el vehículo y me arrellané en un asiento junto a la ventanilla, se agradecía la calefacción, y me dediqué a mirar al exterior y a descubrir cosas de la ciudad que antes no estaban o yo no había reparado en ellas. Me fui fijando en los maceteros con flores de Puerta Real, descubrí tiendas en la calle Reyes, que ignoraba que existieran, y al llegar a la Gran Vía, el autobús se detuvo en una parada, lo cual me dio unos segundos para ver de cerca las farolas de diseño. En ese momento mi mirada se desvió hacia el edificio que tenía a mi lado, una casa de las que aun quedan de otra época, que era sencillamente preciosa. Pertenecía a ese tipo de construcciones en las que no se escatimó en ornamentos tanto en las barandas como en la fachada, que se hallaba cubierta de rosetones y bajo relieves.
Era una belleza. ¡Cómo me  gustaría vivir en una casa como esta! pensé, pero la realidad era bien distinta, ya que mi exiguo sueldo solo me permitía pagar el alquiler de un  pequeñísimo y oscuro apartamento.
En uno de los balcones del primer piso de aquella majestuosa edificación, tras los cristales, creí divisar la silueta de una persona, miré entonces con mas interés y descubrí a un anciano con la expresión mas triste que yo había visto en toda mi vida,
En ese momento el autobús se puso en marcha, y aunque me volví para seguir viéndole. Lo perdí en unos segundos. No supe por qué, pero me quedé impresionada. De hecho, pasé toda la mañana dándole vueltas a la imagen de aquel anciano y al motivo de su tristeza.
Al volver, a las tres y media, venía pendiente de mirar hacia el balcón, y en cuanto el autobús paró en la acera de enfrente, me apresuré a buscar con la mirada el primer piso, pero para mi decepción, el balcón estaba vacío. Miré hacia los balcones colindantes, pero tampoco había
nadie. Las cortinas se encontraban corridas en todos ellos. El autobús arrancó  y me fui con una sensación  de frustración que ni yo misma lograba entender.
A la mañana siguiente, mientras esperaba en la parada, no notaba el frío, sólo pensaba en volver a ver al anciano. De nuevo al pasar por la Gran vía, le vi como la mañana anterior, atisbando tras los cristales, y al igual que ayer, la tristeza estaba dibujada en sus ojos. Su expresión no había variado. Esta vez me fijé mejor en sus rasgos: tenía el pelo totalmente cano, aunque abundante, salvo en la zona frontal, donde unas profundas entradas le daban un aspecto interesante. Sobre el labio pude distinguir un bigotito de igual color que el pelo. Sus facciones eran angulosas. Llevaba un batín oscuro y un pañuelo, con un pequeño estampado, al cuello. Me pareció todo un caballero, aunque, eso si, un caballero muy triste. ¿Cómo puede ser tan infeliz alguien que vive en una casa tan bella? Me pregunté.
El autobús arrancó bruscamente. Un pasajero, que iba de pie, perdió el equilibrio y se interpuso entre mi vista y la ventanilla, por lo que dejé de ver a mi anciano caballero.
Transcurrió toda la semana, y cada mañana se repetía el ritual, yo estaba pendiente de mirar hacia el balcón  donde se encontraba el anciano, y cada mañana le veía tras el cristal con la misma expresión de tristeza e incluso me atrevería a decir que ésta había aumentado de intensidad.
Durante el fin de semana no se me fue de la cabeza ni un minuto, pensé que necesitaba saber algo mas de él, aunque solo fuera su nombre, pero deseché la idea por descabellada, yo no tenía derecho a inmiscuirme en la vida de nadie, pensaría que soy una loca, la gente no va por ahí preocupándose de lo que le ocurre a los desconocidos ¿o si?.
Pasé el fin de semana deseando que llegara el lunes para volver a realizar el trayecto que me llevara a saber mas del anciano. Cuando subí al autobús llevaba el corazón al galope. No me podía creer que un desconocido, que podría muy bien ser mi abuelo, del que ignoraba todo, desencadenase tantas emociones en mi.
Esperé con ansiedad la primera parada de la Gran Vía, incluso pulsé con disimulo el botón para solicitar que parase, aunque no tenía intención de bajar, sólo para lograr que el autobús se detuviera unos segundos, y poder mirar hacia el balcón, pero la decepción se pintó en mi cara. Inexplicablemente no había nadie. Me fui a trabajar bastante decepcionada.
Las mañanas  que siguieron  tampoco le ví, así  que el miércoles, al volver de la oficina, no
pude resistirme y me bajé en la parada de enfrente de la casa bonita y crucé la calle. No entendía lo que estaba haciendo, pero no podía detenerme. Penetré en el suntuoso portal de mármol blanco y maderas nobles, que parecía que me transportaba a otra época y tropecé con un hombre de avanzada edad que llevaba un cepillo de barrer en la mano y que me miraba de forma interrogante. Era el portero de la finca. Al parecer conocía bien a todos los visitantes de la casa, porque vi en su cara que me observaba como a una intrusa. Para dar mas normalidad a la situación le pregunté si había algún piso en alquiler.
El hombre me miró con una expresión mas relajada y con una sonrisita amarga me dijo que no, que aunque todos los pisos estaban vacíos, Don Juan, que era el vecino del primero y a su vez dueño del inmueble no quería alquilarlos, sólo el ático se lo tenía cedido a él y a su esposa que eran los porteros. El hombre se veía dispuesto a la charla y me contó que ellos se encargaban de la limpieza de la casa y de atender al dueño desde que quedó viudo, pero que en cuanto Dios se acordara de Don Juan, ellos volverían a la tranquilidad de su pueblo. Me contó que desde el sábado por la noche su mujer y él eran los únicos habitantes del edificio, ya que Don Juan tuvo que ser ingresado de urgencia con un ataque al corazón. Me alarmé de repente, una sensación de hormigueo recorrió mi cuerpo de pies a cabeza, parecía como si las piernas no fuesen capaces de sostener mi peso. Me apoyé con disimulo en el pasamanos e intenté respirar pausadamente antes de preguntarle a que hospital le llevaron. El hombre me miró un poco perplejo por la pregunta, yo mentí diciendo que era enfermera, y a estas alturas de la conversación ya parecíamos conocernos de toda la vida. Pero me dijo que no lo sabía, que oyó decir al conductor de la ambulancia que lo llevaría al Hospital Virgen de las Nieves, pero no estaba seguro. Estaba claro que no había ido a visitarle.
Me despedí del portero y crucé de nuevo la calle para volver a mi casa, totalmente abatida, pero lo pensé mejor, volví a cruzar y cogí en marcha un autobús que me llevaba en dirección al hospital donde supuse que el anciano se encontraba ingresado.
Durante el trayecto me pregunté a mi misma que era lo que estaba haciendo, estaba yendo a ver a una persona a la que no conocía y de la que ignoraba todo, salvo su nombre y su soledad.
Una fuerza irresistible me empujaba cuando subí la escalinata del hospital y pregunté en el mostrador por un paciente del que solo sabía que se llamaba Juan y que debió ingresar el sábado por la noche. Tras unos interminables minutos de consulta en el ordenador, la administrativa me
 informó que la persona que buscaba se encontraba ingresada en la unidad coronaria y me dijo el número de habitación.
Con el corazón  golpeando en mi pecho, tomé el ascensor, atestado de personas a esa hora, y subí.
 Conforme me iba acercando a la habitación, el pulso se me iba acelerando hasta hacerme daño.
¡Que situación tan rara! ¿cómo me había metido en esto? ¿Qué le iba a decir cuando me preguntara quien era yo?, si al final no me decidía a hablar con él, le diría que me había confundido de habitación, que era voluntaria de una ONG, en fin algo se me ocurriría.
Al salir del ascensor me enfrenté a largo pasillo donde las habitaciones se distribuían a izquierda y derecha. Caminaba casi de puntillas para no hacer ruido. Me crucé con un médico que venía acompañado de varios jóvenes con bata y fonendoscopio, supuse que serían estudiantes en prácticas. Ninguno de ellos se fijó en mi. Sentí cierto recelo al pasar el control de enfermería, a mitad el pasillo, por si alguna enfermera me preguntaba algo, pues a aquellas alturas de mi aventura aún no tenía claro cual sería la excusa que iba a poner para justificar mi presencia allí, y contestase lo que contestase sonaría falso, con seguridad. Pero afortunadamente no había ninguna enfermera en ese momento, por lo que proseguí mi búsqueda y allí casi al final del pasillo, muy cerca de la salida de emergencia, se encontraba la habitación que buscaba.
Con sigilo me asomé y le vi, tendido en la cama, solo, no había compañero en la zona contigua . Estaba conectado a un monitor y parecía dormido. Me acerqué despacio, le miré con curiosidad. Me pareció que, de joven, habría sido un hombre guapo, pues aún conservaba rasgos armoniosos en su rostro, incluso había algo en su semblante que me resultaba familiar, algún detalle conocido,  pero eso era imposible, ya que era la primera vez que le veía de cerca.
Descansaba plácidamente, casi con media sonrisa en los labios. Me pareció extraño, acostumbrada, como estaba, a verle con esa tristeza que le caracterizaba.
Me dispuse a marcharme, ya cumplido mi deseo de verle, pero algo me impulsaba a acariciarle la mano, que descansaba sobre la colcha blanca. Al notar el contacto, abrió los ojos, de

inmediato, con expresión aturdida, que se tornó asustada cuando me vio y comprobó que no era la enfermera sino una desconocida quien le había tocado.
El monitor que marcaba el ritmo de su corazón aumentó de velocidad. Intenté tranquilizarle, pero me miraba con una expresión interrogante, y por fin, con voz trémula preguntó:
-¿Quién es usted, señorita, y por qué está aquí?-
Tuve una sensación de vergüenza impresionante y mi rostro se tornó rojo de repente, no se me ocurría excusa alguna que explicase mi presencia en aquella habitación por lo que opté por contarle la verdad, le expliqué, paso a paso, la semana que llevaba observándole desde el autobús, en ese momento su expresión pasó por un rictus de extrañeza y después se dulcificó, apareció un punto de interés en su mirada, e incluso creí adivinar  una chispita de felicidad en sus ojos mientras yo , aturulladamente,  desgranaba mi relato.
 Él no dijo una palabra mientras yo narraba mi historia . Cuando concluí con – y es por eso que estoy aquí-, el susurró bajito: -¡Gracias, muchas gracias!
Su expresión cambió, sus ojos de color azul vidrioso, parecía que tenían más luz. Entonces se decidió a hablar, y me explicó que la soledad es una bestia que devora las entrañas y que hace caer en el abismo profundo de la depresión, que él estaba  solo y no tenía a nadie.
Me habló de un hijo que fue la alegría  de su vida. Un muchacho soñador  que creyó que podría cambiar el mundo. Siendo muy joven se marchó por esos países desfavorecidos en los que la hambruna reina sobre cualquier gobierno. El creía que podría cambiar algo en aquellas vidas llenas de miseria. Al principio le mantenía informado de los países en los que se encontraba la ONG para la que trabajaba, luego, hubo un momento en que dejó de tener noticias suyas, y tras varios años sin conocer su paradero recibió la mas cruel de las noticias que  un padre puede sufrir,  que cayó como un mazazo sobre su vida y la de su esposa, la muerte de su único hijo. De hecho ella nunca se recuperó de su tristeza y su vida se fue apagando poco a poco, hasta que falleció hacía ahora cinco años.
Ignoraba cualquier detalle de la vida que llevó su hijo desde que se produjo aquel corte en la información, supo que se había casado, porque él mismo se lo contó, pero ignoraba si habría tenido hijos… había intentado indagar sobre el tema,  pero su búsqueda había sido infructuosa. Ya se había dado por vencido y dejó de buscar. Ya no tenía ánimo para nada, sólo se sumía cada día  más en su soledad.
Había días en los que no podía cruzar una palabra con ninguna persona, pues la mujer del portero era mayor y no limpiaba su piso todos los días, y el portero no solía subir a visitarle, por eso era para él una necesidad, el mirar por la ventana, añorando con tristeza, el bullicio exterior de esa
gente que corría tras el autobús, de aquel que apresuraba el paso hacia su trabajo, de los niños con las mochilas cargadas de libros, que entre risas y parloteos se dirigían al colegio, en definitiva, añoraba la vida que había en la calle y que a él le faltaba, porque no tenía a nadie a quien interesase su existencia, ni nadie por quien vivir.
-El hombre es un ser social cuya inteligencia exige, para excitarse, el rumor de la colmena- me dijo parafraseando a Ramón y Cajal.
Yo intentaba sobreponerme, porque soy de lágrima fácil y temía ponerme a llorar como una tonta, y porque me identificaba totalmente con él, pues aunque mucho mas joven, yo tampoco llevaba una existencia muy divertida que dijéramos.
Yo también estaba sola en la ciudad. A mi me crió mi abuela materna porque mis padres fallecieron en un accidente de tren cuando yo era muy pequeña. Cuando mi abuela  murió, no me quedaban mas parientes que conociera, así que con veinte años me fui del pueblo a trabajar a la capital, por lo que hacía ya algún tiempo que la soledad era una compañera conocida también para mi. Tenía compañeros de trabajo, pero no tenía ningún amigo en quien confiar. Por eso y con la mejor de mis sonrisas le prometí que volvería al día siguiente, y al otro, y al otro, y que cuando estuviera recuperado iría a visitarle a su casa con una buena bandeja de pasteles, pero que él debería de poner el café.
Fue en ese momento cuando le vi reír de verdad, por primera vez, dos fuertes carcajadas rompieron el silencio de la Unidad Hospitalaria.  Me alarmé por si nos llamaban la atención. Pero nadie apareció.
Noté humedad en sus ojos,  cuando me despedí de él, porque eran las seis de la tarde y yo ni siquiera había almorzado. Le di un beso en la mejilla y se quedó sorprendido.
Después de aquella tarde volví cada día, mantuvimos largas conversaciones sobre muy diferentes aspectos, comprobé que era un hombre muy culto, de esas personas con las que se puede hablar de cualquier cosa, porque hacen interesantes hasta los temas mas aburridos.
Le observé mejorar día a día, le vi feliz cuando me contaba cosas de su vida, del amor que sintió hacia su esposa, a la que describía como una mujer muy guapa, y luego añadía que se parecía mucho a mi. Yo asentía agradeciendo el cumplido, aunque sabía que aquella señora y  yo

no teníamos nada que ver.  Palpaba la ilusión y el orgullo cuando se refería a ese hijo perdido en lejanas tierras y que había sido el eje de su vida.
La visita al hospital se convirtió en parte de mi rutina. Esperaba el momento con ilusión cada día. Así transcurrió el verano. Había nacido un lazo  familiar entre nosotros.
Pero una tarde cuando llegué la cama estaba hecha, y mi anciano caballero no estaba en la habitación. Me alarmé, aunque intenté convencerme de que estarían haciéndole alguna prueba. Corrí en busca de la enfermera y  su expresión me confirmó lo que yo ya intuía.
Sentí dolor, desgarro, como si ese hombre hubiese sido algo mío, ese abuelo que no conocí de pequeña y al que tanto añoré en mi infancia, ya que mi abuela era viuda cuando yo llegué al mundo.
Ahora me encontraba deshecha por la muerte de un anciano del que únicamente conocía su nombre.
Asistí al funeral más desierto y triste de mi vida, solo los porteros y yo. Dejé una rosa sobre su féretro como mudo símbolo de que nunca podría olvidarle, pues aunque estaba convencida de que yo alegré sus últimos días, también su amistad aportó una cantidad incalculable de valores espirituales a mi anodina vida.
Ha pasado  un año desde su muerte, pero de vez en cuando cuándo cojo el autobús y paso por la casa bonita, como yo la llamo desde que reparé en ella, siempre miro al balcón en el primer piso, como queriendo hacer posible lo imposible. Pero las cortinas aparecen siempre corridas y el
portón exterior cerrado.
Esta mañana, cuando acudía a mi trabajo, sentada en la fila de asientos del bus junto a la ventanilla, como de costumbre, miré hacia el balcón y ocurrió algo muy extraño, que sería seguro
producto de mi imaginación, pero me pareció que Don Juan estaba allí, como antes, atisbando la calle, pero esta vez me pareció que me miraba y me sonreía. Parpadeé varias veces porque no daba crédito a mis somnolientos ojos y cuando volví a mirar solo vi la cortina corrida. Estaba claro que lo había imaginado.
Cuando volví a casa, por la tarde, recogí descuidadamente la correspondencia del buzón. Como siempre, estaban las habituales cartas de bancos y facturas varias, pero había un sobre extraño, de un despacho de abogados. Pensé que el cartero se habría equivocado de buzón, pero no, ahí estaba mi nombre escrito con una pulcra caligrafía. Lo abrí con desconfianza.       
Me citaban en una fecha próxima para tratar sobre mi legado familiar, a la vez que me pedían disculpas por la tardanza en contactar conmigo.
            Me quedé estupefacta, ahora sabía que la carta era un error, no entendía por qué venia a mi nombre.
-¡Un legado familiar!, me dio risa, -¡si mi abuela hacía ya años que murió, y no tenía nada de su propiedad!, solamente heredé varias deudas que  tuve que pagar, con mucho esfuerzo, de mi escaso sueldo. Seguro que todavía había algo pendiente … no quería ni pensarlo.
El día señalado me presenté en el bufete, bastante nerviosa y con una sensación de desasosiego muy desagradable en el estómago.
            El letrado que me recibió en su despacho, me saludó con cordialidad. Era un hombre de unos cincuenta años, tenía una sonrisa franca que emanaba confianza, pero yo estaba tan acostumbrada a los malos ratos, que ni siquiera esto me tranquilizó.
Me senté frente a él y  el abogado comenzó su relato pidiéndome disculpas, de nuevo, por la demora en las gestiones realizadas. Me explicó que las pesquisas para dar con mi paradero habían sido muy laboriosas, pero que finalmente habían concluido en que yo era la única heredera de una persona que había fallecido sin dejar otros  descendientes.
Se trataba de un anciano que tenía un solo hijo que murió junto a su esposa en un accidente de ferrocarril en África cuando trabajaba como cooperante. Se supo que este matrimonio tuvo una hija, la cual, en el momento del accidente, se encontraba con una cuidadora, amiga de la pareja y esta mujer, viendo la situación bélica en la que el país se hallaba inmerso, aprovecho un viaje a España de unas monjas de una misión cercana, y les encomendó a la niña para que la condujeran con su abuela materna. Esta amiga del matrimonio fallecido, murió poco después, allá por 1994 durante el desgraciadamente famoso conflicto rwandés entre hutus y tutsis, por lo que se había perdido cualquier pista que llevase al  paradero de la niña. Se ignoraba el domicilio de la abuela y todos los demás detalles que les pudiesen conducir a la heredera. El testador, poco podía aportar a la búsqueda. Este hombre nunca conoció a la esposa de su hijo, pues aunque era española, de hecho había nacido en un pueblecito de la Alpujarra granadina, su hijo la conoció en Kigali. Ambos llevaban años trabajando como cooperantes en Rwanda y allí contrajeron matrimonio. No permitieron las circunstancias convulsas que se vivían en ese momento en el país africano, ningún viaje para conocer a las respectivas familias. Mi cliente tampoco sabía, a ciencia cierta si su

hijo habría tenido descendencia o no, solo tenía una última carta recibida de él, en la que creyó leer entre líneas, que pronto sería padre, pero no supo si esto habría llegado a ser una realidad o no, pues poco después se cortó la conexión entre ellos, tras estallar el conflicto bélico y las cartas, si las hubo,  nunca llegaron a su destino.
Hubo que realizar numerosas investigaciones para encontrar a la hija de los finados, pero tras una ardua tarea hemos dado con usted, señorita, por lo que debe decidir si acepta la herencia que le ha legado su abuelo paterno, consistente en una pequeña fortuna en acciones y depósitos bancarios  así como una preciosa casa  en la Gran Vía de Granada.



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